En condiciones normales, cada ser vivo se halla en un estado de equilibrio interno al cual se conoce comúnmente con el nombre de homeostasis, pero todo cambia cuando vivimos situaciones difíciles, como la pérdida de un ser querido o una riña con otra persona; en otros casos, es nuestro propio entorno cotidiano (ej.: la familia, el trabajo) el que no nos permite el equilibrio, y de alguna manera nos perturba. Llamamos estrés a la situación generada por una amenaza cualquiera con respecto al equilibrio homeostático de un ser viviente. Cuando utilizamos el término “estrés” (o stress) también solemos incluir la respuesta del organismo para con el o los agentes estresantes.
El estrés agudo, surge por una amenaza inmediata ante la cual se nos presentan dos opciones: la lucha o la huída, cuya elección depende de una respuesta tanto conductual, como autonómica y neuroendocrina. Por otro lado, el estrés crónico es duradero, y nace de reiterados episodios de desequilibrio homeostático, como los que pueden brindar los problemas familiares o una enfermedad con la cual lidiamos día a día.
No todos consideramos estresantes a los mismos factores, ni reaccionamos de igual manera antes el estado de estrés, y esta diversidad es producto justamente de nuestra propia subjetividad. Cómo afrontamos los estresantes depende tanto de nuestros genes, como de nuestras experiencias pasadas y presentes; es decir, nuestras respuestas son una suerte de combinación entre nuestra herencia y el ambiente que nos rodea e influye.
Si hay homeostasis no hay estrés, pero bien, ¿qué sucede cuando perdemos la homeostasis? Para volver a ella se requiere del estado de alerta, gracias al cual somos conscientes de que hemos perdido el equilibrio, y de la alostasis, por medio de la cual retornamos a la homeostasis, acudiendo al mecanismo de adaptación.